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Derechos, derechos, derechos...
 

Todos sabemos dónde se pueden comprar los programas de computador o las películas que uno quiera, a precios al alcance de todos. En Medellín veía estos días como las mesas llenas de películas eran revisadas con atención por los policías, que obviamente estaban buscando algo para llevar a casa: nadie parecía preocupado, ningún vendedor se apresuraba a esconder sus mercancías ante la presencia de la autoridad. En muchas universidades los estudiantes pueden comprar en las fotocopiadoras cercanas las lecturas para sus cursos, preparadas con anticipación por los vendedores, oportunamente informados por los profesores. En otras se publican decenas de libros sin pagar derechos, con el argumento de que son sin ánimo de lucro, que buscan solo educación y cultura para sus estudiantes.

El país, me parece, no cree mucho en los derechos de autor: mientras que nadie defendería a un estudiante que no paga su almuerzo porque no tiene dinero suficiente, docentes y estudiantes repiten que quitar a su autor y a sus editores sus ingresos se justifica porque los libros, las canciones o las películas son caros y la gente no tiene plata. Robar comida o zapatos está mal, pero es muy distinto dejar de pagar al escritor o al músico, remotos e impersonales, y a los que, decimos, también le roban sus editores. ¿Y es aceptable que quieran lucrarse de algo tan sagrado como el arte o la literatura? Y apreciamos tanto la cultura, que pensamos que para lograrla se justifica violar los derechos del autor, lo que no vale para algo menos fundamental como comer.

Tal vez no necesitamos promover la creación local, como los países que sostienen sus industrias culturales o su investigación científica con patentes y derechos de autor. Al fin y al cabo, podemos gozar la música o los libros escritos donde se paga a autores y músicos, y comprar drogas, semillas, programas de computador y tecnología en esos países donde toman en serio las patentes y después tratan de obligarnos a que paguemos por ellas. Y en todo caso, a falta de que quienes usen las obras paguen por ellas, sobreviviremos con un sistema de subsidios, para que la poca investigación que hace falta se pague con presupuesto público, y algunos escritores y directores de cine se financien con becas, ayudas y premios oficiales.

Por eso no creo, y ojalá me equivoque, en los efectos de la ley contra la piratería. Al gobierno no debe de interesarle mucho: probablemente quiere mostrar que está haciendo un esfuerzo –siempre está haciendo “grandes esfuerzos”- para combatir la piratería, acogiendo otra imposición del imperio, como la protección a los sindicalistas, que hay que aceptar para que aprueben el TLC y podamos importar más fácilmente sus productos. (Y al imperio le interesa más impedir la trasmisión de eventos por televisión o la copia de una droga o una marca de ropa que de un libro de poemas).

La ley, en parte innecesaria (la norma penal actual, que por su rigidez y desproporción poco se aplica, castiga con cuatro años al que publique en Internet una obra protegida, aún sin ponerla a la venta) e inaplicable (es muy engorrosa y después de complejos trámites lleva a que un juez ordene borrar algo, que no tardará en reaparecer en otra parte), es más blanda que la actual, y ya sus promotores han dicho que no impedirá la descarga entre pares (alguien “comparte” en otro país, sin ánimo de ganancia, las obras de nuestros músicos o novelistas, y todos podremos copiarlas sin peligros de sanción ni pagos de derechos), y que no castigará al que copie sino sólo al que publique para lucrarse de la obra.

Lo urgente es reinventar negocios y cultura social, y encontrar nuevas formas de pagar a sus autores por el uso cultural y educativo de las obras creativas, pero más bien hacemos leyes y leyes, aunque después nadie las haga cumplir...

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 28 de abril de 2011

 

 

 

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