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Al morir García Márquez, muchos colombianos, con envidia y mezquindad, se quejaron de que no hubiera gastado su plata haciendo el acueducto de Aracataca o creando más fundaciones de las que hizo, para darles algo a los demás. Aunque desde hace 200 años tenemos el derecho a escoger los que administran el país y les entregamos cada año casi la tercera parte de lo que produce para que hagan carreteras, acueductos y escuelas, en vez de reclamarles a los ministros o a los alcaldes, se regaña al novelista que, después de años estrechos –no tuvo con qué mandar el manuscrito entero de Cien años de soledad a su editor en Argentina–, se enriqueció con los pocos pesos que los lectores le pagaban por cada libro que compraban, ilusionados por el placer que prometían.

Esto muestra ese país que en muchas formas retrató García Márquez. Sus novelas dan una visión más honda de nuestra vida que la que ofrecen los historiadores, que deben decir solo lo que es exacto y demostrable, y no pueden ponerle carne y emoción al pasado a punta de imaginación. Mientras el historiador duda, el novelista está seguro. En esos relatos los rasgos de Colombia se vuelven mitos vigorosos y agobiantes. La burocracia que tarda décadas en mandar una carta al coronel pierde su carácter prosaico para convertirse en la imagen poética del destino de los ciudadanos, las guerras civiles se entremezclan en un conflicto eterno, Bolívar es el gran caudillo que no logra gobernar y dominar a un pueblo en cuya capacidad para la democracia no confía. El promotor, como decía Hernando Valencia Goelkel, de un “sueño tan dañino y tan perverso como un mal amor”, “pretexto para todas las retóricas y asidero para sucesivas utopías de pacotilla”, como las que han agobiado a Venezuela, donde sigue vivo el “sueño bolivariano”. Un sueño que García Márquez compartió como novelista, pero criticó como ensayista, y relacionó con la esperanza ingenua de que un mesías, un caudillo, un padre, bondadoso o autoritario venga y resuelva nuestros males de una vez por todas.

Esa esperanza tiene larga tradición: la monarquía española promovió la idea del rey bueno, al que podía recurrirse contra el mal gobierno real. Nuestro precario aprendizaje de las virtudes de la democracia y el liberalismo en el siglo XIX apenas logró agrietar un poco el caciquismo y el Estado paternal. En el siglo XX, cuando aparece el pueblo, en plazas y urnas de votación, sigue esperando al caudillo que lo libre de penas. Jorge Eliécer Gaitán, fascinado con Mussolini, importó los rituales del fascismo para crear un movimiento en el que, sin el caudillo, el pueblo no era nada. Los que buscaron que los ciudadanos se organizaran y se apoyaran en sus propias virtudes, formaran organizaciones capaces de influir en el Estado, terminaron arrasados por una cultura política que aún espera al redentor.

La gente cree poco en su capacidad para tener una vida digna por su esfuerzo propio, y menos en que pueda escoger un Estado que represente y obedezca a los ciudadanos, que defienda sus derechos. Lo que muchos esperan es la ayuda personal, el cuidado amoroso del Gobierno. Nuestra democracia tiende a ser clientelista y mendicante. Los ciudadanos votan por los que dan tamales o prometen pequeños regalos, palancas para conseguir un puesto, un subsidio, una ayudita. Y aunque esos favores se pagan con sus impuestos, los reciben como un gesto de generosidad. Los elegidos, escogidos porque parezcan buenas personas y no por sus programas, no son empleados de ciudadanos con derechos, sino padres generosos, que crean un pueblo pedigüeño con sus promesas: casa gratis, universidad gratis, lo que sea. Y el agua, si no llega, que se la pidan a García Márquez.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 24 de abril de 2014

 

 

 

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