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Del dogma al rito
 

En la segunda mitad del siglo XX, nuestras universidades se llenaron de miles de profesores de tiempo completo, empeñados en resolver los problemas del país. Unos, dedicados a las ciencias exactas y naturales, pensaban que el conocimiento era el camino al avance nacional: estudiaban la naturaleza para hacerla más productiva o para curar las enfermedades, el dengue o la malaria. Otros, dedicados a las ciencias sociales, abrieron el campo a disciplinas como la antropología, la sociología, la geografía, la economía y la historia. Fueron los años de Jaramillo Uribe, Fals, Reichel, Guhl, López Toro, Urrutia, Kalmanovitz, Colmenares y tantos más.

Fueron también años de dogmatismo: muchos se entregaban de pies y manos a sus inspiradores y formaban cofradías cerradas. Según Colmenares, la universidad estaba dividida entre la beatería germánica (los que rezaban por Heidegger y Husserl), la francesa (adoradores de Althusser y Foucault) y la marxista (creyentes en Marx, Mario Arrubla y Estanislao Zuleta). Los libros de ciencia social importaban a los lectores y llevaban a intensas polémicas: de algún libro de Álvaro Tirado se vendieron más de 100.000 ejemplares, y otro de Mario Arrubla, refutado con fuerza por Kalmanovitz, tuvo más de 20 ediciones.

En el último medio siglo la investigación creció. Hay más investigadores, más proyectos y más recursos, pero no parece haber mejores resultados. Los que se ocupan de la relación entre ciencia y desarrollo creen, como sugirió José Fernando Isaza en una conferencia reciente, que esto no ha tenido efecto sobre el crecimiento económico o la productividad. Y los que creemos que lo valioso es el progreso de una cultura científica, de una sociedad que crea en la ciencia, en el conocimiento basado en evidencias, tampoco vemos grandes señales de avance.

Sin duda hay miles de buenos investigadores en las universidades, dedicados, pacientes e inteligentes, pero el tono dominante ha cambiado. El espacio público de debate se ha reducido. Pocos científicos sociales discuten acerca del país. La mayoría publica en revistas que no se leen, en un lenguaje pomposo, que solo comprenden sus colegas más cercanos, para ganar puntos y reconocimientos institucionales. Las reseñas de libros son gestos protocolarios, que no confrontan sus tesis. La verdad no existe, pues la realidad la construye el discurso y por lo tanto nadie yerra ni se equivoca. El libro de Renán Silva, Lugar de dudas, que critica con vigor las nuevas corrientes históricas, es insólito, pero es cortés y no menciona a los que combate.

Parece que la pasión del conocimiento, la dedicación a la ciencia por la curiosidad y el placer del descubrimiento han pasado a segundo plano. El afán de resolver problemas y entender al país se ha debilitado, así como se ha dejado de valorar la docencia. La calidad de los investigadores se mide por indicadores formales, por las revistas donde publican, en un sistema engorroso que cuantifica y jerarquiza todo: investigadores, grupos, revistas, universidades. Muchos recursos se gastan en esta burocracia, en el sistema de evaluaciones que reemplaza la discusión académica, en el esfuerzo enloquecedor de los investigadores para llenar formularios, ir a comités y seguir rituales y procedimientos.

En esos años remotos, los investigadores veían al Estado con hostilidad, a veces excesiva. Hoy parecen resignados a ser parte de una máquina oficial que busca “productos de investigación” medidos por los criterios, que pocos comparten pero no discuten, de Colciencias (“esto es absurdo, pero no hay más remedio que seguir las reglas”). Ahora, cuando los investigadores se indignan y protestan, no es para desafiar el poder, sino para pedir que les den más plata.


Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 31 de julio de 2014

 

 

 

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