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Mis cuatro Bogotás
 

Mis recuerdos de cuando vine a vivir a Bogotá por primera vez, en 1960, son malucos: una ciudad con mal olor (a “incienso y caca”, como decía Ñito Restrepo), llena de hollín, sucia y fea, que contrastaba con la “bella villa” de la que venía. Pero era fácil moverse en troles y buses o uno podía quedarse en un café hasta medianoche y caminar dos kilómetros, sin susto, para llegar a casa. El sábado iba a la maravillosa Buchholz y veía de lejos, en los cafés, a García Márquez o a Gaitán Durán: la cultura y la revolución estaban cerca.

Después me fui por casi 20 años y al volver la ciudad era otra: urbanizaciones con espacios verdes, grandes vías, arquitectura atractiva, pero pilas de basuras sin recoger y una congestión fatal. Me gastaba hora y media para llegar a la Universidad Nacional desde el Antiguo Country, por una avenida totalmente quieta, la 30. La gente se colgaba de los buses: los “racimos humanos”. Me impresionaron el desorden y la hostilidad: se manejaba con furia, nadie respetaba una cola en un bus o en un banco, todo parecía a punto de volverse una pelea. Se necesitaba palanca para conseguir un teléfono, y el soborno pequeño, al policía o al funcionario, era la regla. La ciudad se llenó de atracos y asesinatos y me tocaron años de bombas y atentados.

Mi tercera Bogotá, de 1992 al 2004, fue un milagro. Las calles y parques (el Simón Bolívar, El Salitre, El Tunal) se llenaron de árboles, se renovaron los museos (Nacional, Colonial y el del Banco de la República, con la colección regalada por Botero), eventos culturales y deportivos aparecieron por todos lados (Maloka, el Planetario, conciertos y ciclovías). La gente dejó de echar la basura al suelo, hacía cola en los buses, daba la vía. Cayó la violencia (los homicidios, que de 280 en 1969 pasaron a 4.380 en 1993, bajaron a 1.570 en el 2004) y se hicieron colegios y bibliotecas, que se llenaron de niños. TransMilenio funcionaba bien, las calles dejaron de ser parqueaderos o mercados y mi viaje a la oficina bajó a 30 minutos. Unas administraciones sin discurso “social” (oscilaron entre el argumento gerencial y el de “cultura ciudadana”) en la práctica trabajaron para los sectores populares: transporte colectivo, educación, parques, cultura.

Después, la ciudad se enredó: los homicidios siguieron bajando, aunque lentamente; la educación y los servicios mejoraron, pero el entusiasmo ciudadano fue cambiando por una actitud de reclamo pedigüeño o de desafío, de cumplir la ley solo si le conviene a uno. TransMilenio dejó de crecer y, al paralizarse, se congestionó. Ahora sus mismos usuarios lo rechazan, atraídos por el espejismo del metro. Las calles se volvieron otra vez parqueaderos y las aceras rotas se las tomaron los vendedores. La minicorrupción fue reemplazada por la corrupción en grande, con un nombre festivo (el ‘carrusel’). Y otra vez la ciudad es hostil: uno no se atreve a caminar de noche, y andar en bus o taxi lo pone en vilo, porque no se respetan las normas de tránsito. Todos los días se ven un choque, un herido, una moto apachurrada. El discurso se hizo muy social, pero el clientelismo volvió a manejarlo todo, y los transportadores y otros gremios impusieron la política y pararon la ciudad. La Bogotá más humana resultó más corrupta, amenazante y desordenada, llena de buenas ideas y grandes planes, pero con una administración vacilante y contradictoria. Vivir en Bogotá es un desafío, una lucha contra la desesperación y la irritación.

Y, sin embargo, cuando sale el sol en las tardes, cuando la luz ilumina los edificios de ladrillo y hace ver el azul más transparente, y la ciudad, que sigue haciéndose más verde, se llena de flores amarillas, en árboles y prados, siento que vale la pena vivir en mi cuarta Bogotá.

 

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 23 de octubre de 2014

 

 

 

Derechos Reservados de Autor. Jorge Orlando Melo. Bogotá, Colombia.
Ultima actualización noviembre 2020
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