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País de doctores
 

La constitución de 1991 fue un milagro social y político. Convocada por procedimientos discutibles en un momento de crisis social y política, logró los más imprevistos y sorprendentes acuerdos. Quizás nada exprese mejor el pacto de paz que representó que la firma conjunta de su texto por el secuestrado y el secuestrador. En el ambiente de tensa y creativa euforia de sus reuniones, se creó un orden constitucional que, al tomar en serio los derechos de los ciudadanos y de los grupos indígenas y negros, abría el camino para formar un país con oportunidades para todos.

Al tener una inesperada participación de sectores independientes, de intelectuales o de grupos minoritarios de los partidos tradicionales, expresó los ideales de una democracia que acabara con el monopolio bipartidista heredado del Frente Nacional, superara las limitaciones del clientelismo, la corrupción y el fraude y permitiera que los sueños sociales se convirtieran en políticas estatales sin la mediación perturbadora de la política real. Un senado más representativo, el equilibrio real de los poderes, los mecanismos de democracia participativa (la revocatoria del mandato, plebiscitos, referendos e iniciativas populares) nos acercarían a una política transparente y moderna. Y como complemento esencial para superar un pasado en el que los premios iban a los poderosos y los castigos a los de ruana, se dio a la justicia el poder de proteger, mediante mecanismos sencillos y abiertos a todos, como la tutela, los derechos fundamentales de los individuos. De este modo el funcionamiento del Estado quedaba sujeto a un control que verificaba su inmediata relación con los fines que la sociedad señalaba.

Las reglas originales ofrecían un balance razonable entre política y justicia, pero la práctica desbordó las previsiones. El sistema de partidos y de representación fue recapturado sin demora por los viejos poderes clientelistas, aliados en muchos sitios con nuevas fuerzas de orígenes ilegales. La participación política no se amplió, la abstención electoral se mantuvo, y se intensificó la percepción de que el sistema funciona para beneficio de los elegidos y sus clientelas y de que no responde a las necesidades básicas de la población.

Frente a esta sensación de bloqueo político, las Cortes asumieron el desarrollo de los objetivos sociales de la Carta. La forma de satisfacer los deseos y necesidades sociales fue ampliar, por vía de interpretación, los derechos fundamentales, de modo que se podían defender con la tutela y su desarrollo se guiaba por decisiones judiciales. La eficacia de este mecanismo, sobre todo en salud y medio ambiente, es indiscutible. Pero al separar la decisión de su financiación, además de los riesgos fiscales que ahora se tratan de corregir, se corre el riesgo de que la atención de derechos costosos dañe a la larga la atención de necesidades básicas pero menos dramáticas.

Y lo que es más grave es el efecto sobre la lógica democrática: la política se vuelve cada vez más judicial. Hoy el sueño de cualquier grupo de interés es que su tema se defina como un derecho, ojalá fundamental. Ya hay propuestas para definir el derecho al deporte, la recreación, la lectura, el derecho de los niños al amor o al juego, o para considerar fundamentales el derecho al equilibrio fiscal, la educación física, el agua o al aire puro.

Y en estos días se ha propuesto convertir, por ley, la educación superior en un derecho fundamental. Esto no es difícil. Declarar que la educación superior es un derecho fundamental equivale a afirmar que sin ella un ser humano no puede desarrollarse bien, que para ser una persona de verdad hay que ser doctor, como casi todos los congresistas. Y en este país muchos creen que los únicos que valen son los doctores, y que los demás son unos pobres diablos.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 7 de julio de 2011

 

 

 

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