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Semáforo en rojo
 

Siempre, por pura pereza, he preferido llamar un taxi a manejar. Por años fui y volví al trabajo en taxi, y muchas veces en Trasmilenio, aunque tenía que completar el viaje en taxi. Tanto me acostumbré a que otros me manejaran, que me llegó a pasar que al volver a casa recordara con susto que había dejado mi carro en un parqueadero. Conocí taxistas excelentes y amables y me ilusioné con la idea de que Bogotá era afortunada en este campo.

Desde hace días, sin embargo, las cosas están cambiando: la experiencia ocasional de un taxista frenético se está volviendo más y más frecuente. Después de dos o tres viajes en los que atravesé semáforos en rojo y viví minutos de pánico en manos de un adolescente sin miedos, me resigné a usar el servicio público sólo cuando tengo pico y placa, y siempre digo al subirme: “A tal parte... Y por favor no se pase los semáforos, que no tengo afán”.

Este es apenas un ejemplo de la decadencia de lo que un esfuerzo de educación había logrado en la ciudad, cuyos habitantes y cuyos conductores se habían acostumbrado a respetar los derechos de los demás y se beneficiaban de la conducta colectiva. Pero habría muchas más pruebas de este desastre: atravesarse en los cruces cuando no hay manera de seguir y bloquear a los que tienen que pasar, pasar la calle por cualquier parte y evitar los puentes peatonales, recoger pasajeros sin orillar el bus y sin ir al paradero (si es que lo hay), hacer dos o hasta tres filas para voltear a la izquierda, ocupar las calles como parqueaderos, hablar por teléfono, asustar al peatón que cree que tiene la vía sobre los que están girando en una esquina. Y podría seguir la lista.

Buscando datos sobre esto encuentro, aunque la ayuda de la abigarrada y desinformada página de la Secretaría de Movilidad no sea mucha, que cada día hay más o menos 80 multas por hablar por celular, 120 por parquear en las calles, otra tanto por fallas en la revisión mecánica, y 75 por pasarse semáforos en rojo. Por lo que se deduce, un policía  de tránsito no pone en promedio siquiera una multa diaria. Si esto mostrara que la ciudadanía respeta las normas y por lo tanto no necesita castigos para cumplirlas, estaríamos muy bien, pero dos policías que recorran cualquier vía principal, digamos la 72, pondrían en un rato tantas multas por mal parqueo como las que ponen hoy los 1500 agentes que se supone que hay en Bogotá.

Los ciudadanos respetan las reglas porque creen en ellas, o porque piensan que si todos las cumplimos a todos nos va mejor, o por temor a la sanción o por una mezcla de esto. Las dos últimas administraciones tal vez pensaron que el esfuerzo educativo para que la gente respete las normas no era eficaz, y abandonaron las campañas de cultura y convivencia ciudadanas de Mockus y Peñalosa. Pero los datos sugieren que tampoco castigan: en muchos sitios el parqueo ilegal es tan normal que los cuidanderos lo administran tranquilamente, como si supieran que se ha ordenado a la policía que combata el mal parqueo sólo en algunos lugares críticos y lo tolere en otros.

Esta ola de desorden creciente tiene grandes costos: este año más de 500 personas morirán en accidentes en Bogotá, y para compensar los kilómetros de vía ocupados como parqueaderos habrá que construir más y más calles. Los ciudadanos pueden escoger entre cumplir las normas por las buenas, o gastar sus impuestos en más y más policías, para que los obliguen a obedecer, y en nuevas vías públicas, para reemplazar las que ocupan los mezquinos ricos que parquean sus elegantes carros en las calles para ahorrarse unos pesos. Y como los que violan las reglas son una minoría, aunque creciente, y los taxistas de la muerte son pocos, aunque aumenten cada día, y mientras la administración decide que hacer, probablemente lo mejor es que cada ciudadano le pida a su taxista que maneje decentemente.

 

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 1 de octubre de 2009

 
 
 

 

 

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