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Songo le dio a borondongo
 

La columna breve se puso de moda en Inglaterra hace unos 300 años, con la aparición de los periódicos. Algunos escritores trataban de educar –“llevar la filosofía a la mesa del café”, decían– mientras divertían al público. Eran notas ingeniosas, que mezclaban la descripción irónica de costumbres, la agudeza inesperada, el argumento inteligente, el comentario liviano, con leves dosis de mordacidad o malevolencia, que hacían sonreír a los lectores. Los periódicos tenían nombres que mostraban esto: El Conversador, El Espectador, El Paseante.

En Colombia, en los años 20, las notas de Luis Tejada, José Mar o Alberto Lleras, o en los 50, las de G. García Márquez, eran joyitas literarias, con observaciones críticas, opiniones inesperadas y visiones que iban contra la verdad aceptada. Al lado, otros columnistas se quejaban de los males del país y decían cómo resolverlos. Hacia 1960, Jorge Child decía que a los colombianos no les gustaba leer noticias sino editoriales, y por eso (y porque a los columnistas no siempre había que pagarles) los periódicos publicaban decenas de columnas que se sentían editoriales.

La tendencia sigue en aumento y hoy todo periódico que se respete tiene centenares de columnistas: debe de haber más de 700 en Colombia. Los más leídos, parece, además de los que descubren y documentan los horrores de la corrupción y el mal gobierno, son los más agresivos, esos que le dan duro a alguien o a algo. Leer el periódico, yendo de columna en columna, es moverse en un campo minado: ataques a políticos, escritores, funcionarios públicos y periodistas, a la sociedad occidental, el primer mundo, los empresarios de la minería, la guerrilla, los administradores de la salud. Domina el esfuerzo por demostrar lo terribles y malévolos que son los otros y por mostrar lo equivocados que están.

En muchos casos, quizás en la mayoría, tienen razón. Lo fatigante es la repetición de la misma sabiduría recibida, los mismos lugares comunes, los mismos juicios tremendistas, sin nuevos datos ni análisis. Cada semana leo varias veces la condena al TLC, la Ley 100, el mal gusto para vestirse o escoger el vino, los desastres del desplazamiento, la violencia contra la mujer o contra los débiles, la discriminación racial, la criminalización de la protesta, el cinismo de la guerrilla, la falta de cultura de los pobres y su escaso criterio para escoger qué leer o qué ver en televisión. Muchos juicios absolutos, muchas verdades sabidas, pero en pocos casos con perspectivas nuevas, matices y balances. Mucho hombre culto educando al pueblo ignorante. Y para refutar a los demás, no se discuten sus argumentos, sino que se desacredita al “contendor” por corrupto o inmoral, o porque es del Polo o amigo de la guerrilla, o por uribista o gobiernista, y hasta por el colegio en el que estudió, la clase social a la que pertenece o el peinado que usa.

No tengo talento para la diatriba, aunque la disfruto si tiene la perfección de la que hace Fernando Vallejo, y por eso mi aburrición con los columnistas del desastre puede ser envidia. Pero creo que esa violencia retórica tiene que ver con que, en otros países, la mayoría de los columnistas son especialistas, que escriben sobre lo que saben bien. Aquí esos son más bien escasos: casi todos opinamos de todo. Y la forma más exitosa de tener impacto sin ofrecer nada nuevo es la agresividad, el desparpajo, el descaro, la violencia para atacar lo detestable o expresar la solidaridad, políticamente correcta, con las víctimas y los pobres.

Se trata de repetir los lugares comunes, lo que todos piensan y comparten, la condena a los horrores de siempre, pero al menos con nueva estridencia. Se trata de hacer escándalo.

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 24 de octubre de 2013

 

 

 

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