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Táparo
 

Me despierto agitado, sudando, inquieto. No es una pesadilla, pero casi: tenía que escribir, en un tablero, una y otra vez, palabras regañonas: ¡zumbambico, sorombático, entelerido, calzón sin gente, cismático, cusumbo solo, táparo!

Me acuerdo de que eran las palabras con las que trataba de educarme mi madre: concéntrese, no se la pase zumbando de un lado a otro, haciendo ruido pero sin hacer nada, no se eleve y póngase a hacer sus tareas, no se pasme como si estuviera muerto del frío, lo importante es lo que sea y cómo se maneje y no cómo esté vestido, no hay que pelear por pequeñeces y armar divisiones por nada, hable con los demás y trabaje con ellos, haga las cosas bien hechas.

¿Son palabras españolas, o hacen parte de ese lenguaje arcaico que sobrevivió en las montañas de Antioquia, o son palabras de familia? Busco en los autores españoles y sí, en Cervantes encuentro entelerido y el comentario sobre los libros “cismáticos, que no flemáticos”. En otros escritores me tropiezo con sorombático, escrito a veces zurumbático. Y en Antioquia, la literatura las recoge: todas están en las obras de Tomás Carrasquilla y Francisco de Paula Rendón. Un cuento de Carrasquilla es sobre el padre Casafús, “un cura hereje y cismático y oligarca”, a quien acusan de estar dividiendo a los cristianos y creando un nuevo cisma, por su tolerancia con los liberales. Y en alguna parte dice que “todos los que nacen en estas tierras, aunque vengan de gente de canela, resultan unos sorombáticos, unos enteleridos que parecen tuntunientos” y habla de “zumbambicos y carangas resucitadas”. Y en A la diestra de Dios Padre, el diablo, furioso por haber perdido al tute millones de almas, ordena que le entreguen sus ganancias a Peralta, ese “calzón sin gente”.

Los persistentes esfuerzos formativos de mi familia, apoyados en tan variado vocabulario y en un hábil manejo del arte de la injuria, loado por Borges, tuvieron algún resultado. Por lo menos trato de concentrarme, de trabajar con algo de orden en asuntos que valgan la pena, de ser gente, y hasta gente decente, sin preocuparme mucho por modas y figuras, de no pasmarme ni alelarme, y me gusta que la gente trabaje junta y se ponga de acuerdo, sin armar pataletas ni crear cismas por quejas de menor cuantía.

Zumbambico, sorombático, entelerido, calzón sin gente, cismático: palabras arcaicas, literarias, que ya no se oyen. La única de uso frecuente no aparece en los textos españoles: táparo, según los diccionarios colombianos del siglo XIX y XX, es la totuma o, según Emilio Robledo, una palma. Nunca la oí en esos sentidos. En Antioquia, y creo que en toda Colombia, es un caballo torpe, que no logra controlar sus movimientos con finura.

Yo sigo siendo, en muchas cosas prácticas, en lo que pide “motricidad fina”, muy torpe y hasta bruto, palabras que mis padres, con pudor de maestros, no usaban, porque sonaban ofensivas. Cuando me voy a poner la ropa me queda al revés, y si trato de voltearla, supongo que le doy un giro de 360 grados, porque acaba otra vez al revés. Me sobran botones u ojales y lo que se desbarata me queda mal arreglado. Los equipos modernos, esos dizque amigables, llenos de íconos a prueba de zonzos, me confunden: siempre los interpreto al revés. Y en vez de hacer una llamada apago el teléfono, mis correos se van a donde no es o no salen y me doy cuenta a las semanas. Los computadores me piden, varias veces al día, que les mande un reporte del programa que se paralizó o la pantalla que se congeló. No lo hago, porque creo en lo que dice mi mujer: que son cosas que solo me pasan a mí. Por eso, varias veces al día o en los sueños, desde una infancia ya olvidada, reaparece una voz que me regaña: ¡táparo!

Jorge Orlando Melo
Publicado en El Tiempo, 16 de enero de 2014

 

 

 

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